Os presento a mi último compañero de viaje; el elefante pelotillero. No sé su nombre de pila pero éste le va bien. Fueron 8 horas de viaje y 8 horas oyendo (al final escuchando, porque emitía diferentes sonidos, como salir por la noche a oir grillos) sus ruidos. Pelotillero por su afición a hacer, sin disimulo ninguno, pelotillas con sus mocos.
Ahí estaba yo muerto de cansancio sin poder dormir. Al final adquirí la habilidad de dormir con un ojo abierto y otro cerrado, vigilante de sus manos y boca; quién sabe qué nuevo elemento sacaría el sujeto de ahí.
El caso es que el tipo parecía normal cuando le saludé al llegar e instalarme en mi -minúsculo- asiento (en la última fila, ventanilla de la derecha, como siempre, uno tiene sus manías). El viaje empezó bien, otros defectos tendría el chaval pero no el don de la palabra, cosa que le agradezco porque tenía pinta de escupir al hablar y, bueno, hacía el "dos para mí, uno para ti" con los mocos...
Al principio pensé que el muchacho era reconvertible y le ofrecí un kleenex, indirecta que él no cogió -lentito- porque me dió las gracias y se lo guardó en el bolsillo. Me dió una tregua de 5 minutos (cronometrados) y volvió con su sinfonía y su gran repertorio; que si me meto el dedo en la nariz, que si resoplo, que si me muevo, que si... Y así estábamos cuando el buen hombre cayó sopa. ¡Y tanto que cayó! De repente su cabeza estaba en mis rodillas y como un resorte le pegué un empujón -que llevaba consigo toda la rabia y el cansancio- con el que se acabó su sueño.
Acabamos por vigilarnos mutuamente. Yo a él, a sus mocos y demás. Él acabó con un ojo pa´tudela de tanto mirarme por el rabillo del ojo, intentando que no me diera cuenta de cuándo hacía un excursión. Aterrorizado le tenía pero ahí seguía el elefante pelotillero resoplando cual ballena y haciendo competición consigo mismo a ver cuál de sus municiones llegaba más lejos.
Hacía yo todo tipo de aspavientos ya sin disimulo y ensayé mi peor cara de loco -ojos desorbitados incluidos-, hasta que conseguí que dejara de resoplar y, ¡Dios existe!, de sacarse mocos y darles forma.
No utilizó mi pañuelo pero cuando quedaba hora y media de viaje, se quedaron varios asientos libres y se cambió. Ahí, por fin, respiramos los dos. Y yo pude echar una cabezadita (era la 1 de la madrugada).
Es evidente que nadie le dijo de pequeño que su nariz se convertiría en la de un elefante ni le cantaron la del "soy minero".
Primera persona
Hace 12 horas