Todo en ella es excesivo. Su tamaño descomunal, su nariz la de Cirano, esos brazos amorcillados haciendo juego con unas piernas que ya quisiera para si un cerdo destinado a Pata Negra... Pero, sobre todo, su voz es excesiva. Suelta la gorda por su boca un chorro más propio de un garrulo prehistórico que de una mujer.
Esa montaña, esa mole, ¿esa mujer? ocupa su plaza y media mía. Encajada entre su asiento y el de delante, al principio me engaña como a un chino creyéndola sometida por tremenda capa de grasa. Inocente de mí. Poco a poco va desbordándose hasta traspasar todo límite físico. Cuatro horas de autobús pegado al cristal y, de repente, soy yo el atrapado por sus grasas y no ella. Cuatro horas sin poder domir ya que, oh satán, la ballena tiene dos tics (tuvo suerte en el sorteo): mover compulsivamente pierna y brazo derechos, los de mi lado, al mismo tiempo.
Ring, ring. No uno sino 2 teléfonos le suenan en un bolso igual de grande que ella que viaja igual de aplastado que yo -me pregunto qué budista malo se reencarnó en el bolso de la gorda-. Protesta el exbudista y cae estrepitosamente al suelo mientras la mole hace aspavientos para alcanzarlo y los dos terminales siguen sonando, cómo no, a máximo volumen. Nada parece medido en esta mujer.
Dejan de sonar los móviles, sigue farfullando la gorda y varias cabezas se vuelven e intentan convertir en montaña de polvo a la maleducada. Tendría que avisarles de que la mirada no funciona, que llevo todo el viaje intentándolo; ojalá fuera tan fácil. Es demasiado grande y nos inundaría de polvo. No es agradable la visión.
Vuelve a sonar uno de los móviles y por fin consigue moverse y alcanzar el bolso. Contesta. Alguien muy gracioso debe de estar al otro lado porque la hipopótamo se pone de lo más contenta, sus manos se convierten en molinos, la pierna tamborilea el suelo con más ímpetu si cabe y su voz se eleva por encima de la canción que intento escuchar. Varios incautos vuelven a intentar el truco de la mirada y yo les observo benévolo desde mi encierro aplastado, como quien mira a un bebé bamboleante y espera su caida y posterior rabieta.
Suena el otro móvil. Me ha tocado la mujer con más taras del mundo. No sabe cómo apagarlo así q lo contesta. Qué casualidad, estamos de suerte, ambos interlocutores se conocen. Alza la voz más aún y da comienzo una conferencia a tres: dos teléfonos móviles y como altavoz común sólo el que se ha tragado la buena mujer.
Me pregunto si aguantaré mucho tiempo más sin poder respirar y si moriré antes por aplastamiento o por asfixia.
Mientras, en el mundo libre, un alma caritativa ha decido tomar cartas en el asunto, ya que yo no puedo ni mover un dedo, y le dice a la gorda, educadamente eso sí, que cierre la puta boca. Sorprendida, pide perdón, termina ambas conversaciones citándoles para más tarde y el autobús vuelve a disfrutar de una calma desconocida durante la última hora.
Vuelve a sonar el móvil, esta vez sólo uno, sigo atrapado, ya medio morado. Estoy convencido de que será por aplastamiento.
Por lo menos la música que escucho a trozos, cuando su voz de hombre me da un respiro, es buena. Disfruto de mis últimas horas e intento pensar en cosas bonitas. Como comerme a mordiscos una pata de jamón tan grande como su pierna... Que no deja de moverse.