Cada mañana lo mismo. Estás casi seguro de que el despertador sonó, de hecho, soñaste que te levantabas, te duchabas y salías de casa… pero no. Ahí sigues ahí tirado en la cama, diciendo “
5 minutos más”. Cinco minutos que se convierten en 15, 20… media hora… Y se acabó el tiempo de colchón que te dejas cuando pones el despertador.
“¡Dios mío! ¡¡Me he vuelto a dormir!!”. Una ducha rápida, coges lo primero que pillas en el armario sin acordarte de que tienes una reunión importante (
y tú en vaqueros…), coges un par de galletas María y sales corriendo, con el pelo mojado (
mañana un buen catarro). Llegas corriendo al metro, saltándote todos los semáforos en rojo, jugándote la vida (
deberían valorarlo).
El metro, la verdadera guerra. Señoras entradas en años que se creen las dueñas del mundo y empujan con los codos abiertos, niños petardos que lloran porque no quieren ir al colegio, adolescentes con mochilas que ni el mejor levantador de piedras, ejecutivos cagaprisas… Y tú en medio de todo preguntándote por qué coño no eres el hijo de Bill Gates.
Te sientes medio sardina, medio Vicente. No puedes salir de la corriente casi ni para bajar a tu andén, te llevan arrastrándote por los pasillos del metro y cuidado no te descuides que puedes acabar de vuelta en casa sin saber ni cómo llegaste. Bendito metro.
Sales, hace ya temperatura invernal pero tú ni sientes ni padeces. Empiezas a quitarte abrigo, jersey… Y del metro a la oficina terminas de rematar la jugada para asegurarte de que, sí, mañana (
casualidad, mañana es sábado) estarás griposo. Poco a poco recuperas las formas de tu cuerpo. Te deshaces de la marca del codo de la gorda tetona en tu costilla derecha, de la esquina del maletín del engominado en tu pantorrilla izquierda, de la patada del mocoso en la espinilla… Vuelves a ser tú.
Llegas al torno, vas a pasar la tarjeta y ¡sorpresa! te acuerdas de que te la dejaste en casa, justo al lado de las llaves de casa, que también has olvidado. Te acreditan y consigues entrar. Llegas a tu sitio, dejas las cosas y entras en la cocina, necesitas un café. ¿Cómo es posible que haya 20 personas metidas en 8 m2??! Pues sí, ahí están todos. Y tú con tus legañas y tus pocas ganas de hablar te vuelves a tu silla, enciendes el ordenador y haces tiempo. Terminan y vuelves en busca del café salvador. No es tu día de suerte, la marabunta se ha acabado el café, la leche… ni un triste azucarillo que chupar.
Odias a todos, odias el mundo. Y odias tu adicción al café por las mañanas. Buenos días.